REFLEXIONES
SOBRE
LA BÚSQUEDA
DE
JUSTICIA
FEMINISTA
Norma
Mogrovejo, Amandine Fulchiron y Claudia Llanos
Recientemente,
en
distintos
lugares
del
Abya
Yala,
nos
hemos
conmocionado
sobre
situaciones
de
violencia
vividas
dentro
de
la
comunidad
lésbica,
algunas
referentes
a
violencia
en
pareja
y
otras
a
violencia
física
ejercida
sin
mediar
relación
sexoafectiva.
La
condena
centrada
más
que
en
los
actos
de
violencia
de
la
que
no
somos
ajenas,
en
la
persona
que
las
comete
y
en
la
ausencia
de
perspectiva
sobre
la
reparación
y
la
no
repetición,
nos
lleva
a
meditar
sobre
experiencias
de
mujeres
víctimas
de
violencia
que
han
replanteado
el
abordaje
de
la
justicia
patriarcal.
La
experiencia
de
diversas
organizaciones
del
continente
y
otros
lugares,
como
Actoras
de
Cambio,
de
Guatemala;
Humanas,
de
Colombia;
el
Colectivo
Contra
la
Tortura
y
la
Impunidad, de
Atenco
en
México;
Mujeres
de
negro,
de
Serbia,
y
la
Corte
de
mujeres,
de
la
India,
entre
muchas
otras,
sobre
la
violencia
sexual
en
situación
de
conflicto
armado
perpetrado
en
contra
de
mujeres,
ha
llevado
a
la
conclusión
de
que,
si
bien
el
deseo
de
justicia
de
las
mujeres
es
muy
grande
debido
a
las
atrocidades
cometidas
en
contra
de
ellas,
acudir
a
las
instancias
gubernamentales
para
algunas
de
ellas
tiene
grandes
límites,
para
la
mayoría
ha
resultado
desafortunado,
porque
después
de
diez
años
o
más,
de
procesos
legales,
la
revictimización
y
los
pactos
patriarcales
mostrarán
bajo
sus
propios
códigos
procesales
que,
aun
cuando
esté
probada
la
incursión
de
los
grupos
armados
y
la
violencia
sexual,
son
las
mujeres
las
que
provocaron,
desearon
o
sonrieron
a
sus
agresores.
Esa
justicia
a
la
que
ellas
acudieron
no
sólo
no
actuó
como
esperaban,
los
culpables
en
muy
reducidos
casos
fueron
condenados,
muy
pronto
liberados,
y
ellas
tuvieron
que
exiliarse
para
resguardar
su
seguridad.
Aun
cuando
el
sistema
de
justicia
hubiera
cumplido
el
objetivo
de
castigar
y
penalizar
a
los
culpables,
el
encarcelamiento
de
un
violador
no
toca
el
sistema,
al
contrario,
ellos
dentro
de
la
cárcel
encuentran
redes
y
pactos
que
los
fortalecen
tanto
dentro
como
fuera.
A
ellas,
el
proceso
las
maltrató,
y
nunca
reparó
el
daño
causado.
Es
así
que
en
casos
que
podrían
ser
paradigmáticos,
como
denuncias
en
contra
del
ejército,
de
grupos
paramilitares
o
de
grupos
armados,
muchas
de
las
víctimas
concluyeron
que
Los
ejemplos
son
miles
del
por
qué
no
creemos
en
“su”
justicia.
De
todos
los
países
y
contextos
emergen
la
misma
conclusión:
la
impunidad,
la
interpretación
patriarcal
de
la
ley,
la
culpabilización
y
estigmatización
de
las
mujeres,
la
protección
de
los
agresores,
reinan
cuando
se
trata
de
hacer
justicia
para
sobrevivientes
de
violación
sexual.
Las
mujeres
no
tenemos
acceso
a
justicia.
Y
aun
cuando
tenemos
acceso
a
los
tribunales,
sabemos
que
nos
espera
“un
teatro
de
la
vergüenza”.
Ante
la
constatación
siempre
renovada
de
que
la
ley
no
funciona,
que
ni
las
autoridades
comunitarias
ni
los
jueces
actúan
en
situaciones
de
violación
sexual,
interpretándola
como
una
relación
sexual
deseada
y
consentida
por
las
mujeres,
o
bien
intentan
casarlas
con
su
violador,
las
mujeres
en
sus
comunidades
crean
sus
propias
leyes.
Se
trata
de
erradicar
esta
práctica
a
través
de
hacerla
pública
y
señalar
a
los
agresores,
de
encontrar
nuevas
formas
de
justicia
desde
y
para
nosotras
las
mujeres.
Tras
la
experiencia
desafortunada
de
la
justicia
patriarcal,
las
mujeres
víctimas
de
violencia
han
buscado
otros
caminos:
primero,
la
necesidad
de
reparar
el
daño
como
trabajo
colectivo
entre
mujeres.
En
el
camino
de
la
reparación,
la
cárcel
pierde
sentido
y
lo
que
importa
es
que
no
se
vuelva
a
repetir;
el
segundo
objetivo
es
la
no
repetición
lo
que
lleva
a
analizar
las
causas
y
los
contextos.
En
la
necesidad
de
la
no
repetición,
encontramos
las
condiciones
locales
para
influir
en
nuestro
entorno
como
colectivo
de
mujeres
para
bajar
el
nivel
de
violencia
en
las
comunidades,
de
lograr
redes
de
defensa
y
protección
contra
la
violencia
dentro
de
la
comunidad.
Este
trabajo
también
implica
trabajar
las
diversas
formas
de
ejercicio
de
violencias
internas
y
externas
a
la
propia
comunidad.
Cuando
la
violencia
no
proviene
de
agentes
externos
y
es
ejercida
entre
nosotras
mismas,
al
interior
de
nuestra
comunidad
¿a
qué
tipo
de
justicia
deberíamos
aspirar,
cuál
deberíamos
ejercer?
¿Es
pertinente
recurrir
a
las
leyes
del
Estado
patriarcal?
¿Es
cierto
que
la
agresora
se
convierte
en
representante
del
patriarcado
a
quien
la
comunidad
debe
señalar,
expulsar
y
lapidar?
En
enero
visité
una
comunidad
indígena
en
Pisac,
en
Cusco,
y
fui
testiga
del
tratamiento
que
la
comunidad
hacía
del
caso
de
reincidencia
por
robo
de
un
grupo
de
jóvenes
indígenas.
Deliberaban
sobre
la
reparación
que
deberían
hacer
a
los
afectados
y
a
la
comunidad.
Me
sorprendió
gratamente
que
no
estaba
en
su
horizonte
entregar
a
los
jóvenes
a
manos
de
la
policía,
fundamentalmente
porque
la
justicia
blanca
o
blanqueada
aspiracionalmente
ha
usado
las
leyes
occidentales
para
someter
y
dominar
a
nuestros
pueblos,
y
a
las
mujeres.
Para
quien
ha
sido
dañada
por
un
macho
o
una
macha,
el
efecto
es
igual,
nos
dice
Amandine
Fulchiron.
Sin
embargo,
no
se
pueden
igualar
los
agentes
de
la
agresión,
pues
el
poder
de
la
agresora
no
es
el
mismo
que
el
poder
de
un
macho.
La
respuesta
del
Estado
hacia
un
hombre
agresor
no
será
igual
que
hacia
una
mujer,
peor
aún
si
se
trata
de
una
lesbiana.
En
el
caso
de
un
agresor,
el
Estado
de
manera
cómplice
lo
protegerá;
mientras
que
en
el
caso
de
una
agresora
lesbiana,
el
Estado
aplicará
el
castigo
ejemplar:
el
aislamiento
y
el
desprecio
colectivo,
es
decir,
la
destrucción.
Para
especialistas
en
el
tema
de
justicia
feminista,
es
muy
peligroso
pedir
las
mismas
estrategias
de
procesamiento
para
compañeras
nuestras
que
para
agresores
machistas.
Eso
no
quiere
decir
que
el
daño
infringido
sea
menor,
no
significa
poner
en
cuestión
el
daño
para
quién
recibió
la
agresión.
La
respuesta
a
este
agravio
es
distinto,
y
allí
es
donde
debemos
de
trabajar.
Si
el
enfoque
es
la
venganza,
las
facturas,
destruir
la
vida
de
la
compañera
que
infringió
el
perjuicio,
entonces
la
cárcel
y
los
pronunciamientos
de
exclusión
y
lapidación
son
los
adecuados.
Sin
embargo,
si
enfocamos
el
hecho
hacia
la
no
repetición,
esto
es,
que
las
agresiones
no
vuelvan
a
suceder,
nuestro
análisis
y
sus
acciones
derivadas
deben
ser
distintos.
Por
ejemplo,
es
necesario
trabajar
dentro
de
los
feminismos
y
las
colectividades
de
mujeres
la
misoginia,
la
violencia
entre
nosotras,
el
odio
entre
nosotras;
este
trabajo
es
fundamental
para
nuestra
propia
sanación.
Detrás
de
la
supuesta
unión
amorosa
entre
nosotras,
se
enmascara
mucho
resentimiento,
mucha
misoginia,
mucha
competencia
por
ser
las
portadoras
de
la
verdadera
justicia.
El
odio
recibido
de
fuera,
del
orden
patriarcal,
es
canalizado
equivocadamente
sobre
nuestras
compañeras,
nuestras
aliadas,
y
sobre
ellas
depositamos
esa
violencia.
El
enojo,
la
rabia
se
desvian
del
lugar
de
origen,
y
lo
llevamos
a
nuestro
entorno
de
mujeres,
donde
la
supuesta
igualdad
identitaria
que
nos
hace
mujeres,
lleva
a
confundir
el
diálogo
entre
iguales
a
la
persecución
“purista”,
por
lo
que
practicamos
una
violencia
exacerbada
entre
nosotras.
De
allí
que
la
necesidad
de
encontrar
chivos
expiatorios
para
ser
quemados
en
la
hoguera
sea
una
especie
de
desahogo
de
las
experiencias
de
violencia
que
hemos
vivido,
las
que
siguen
sin
ser
asumidas,
y
mucho
menos
sanadas
o
reparadas,
individual
o
colectivamente.
Es
precisamente
esa
ausencia
de
justicia
estructural
que
acumula
nuestra
rabia
y
se
ubica
al
interior
de
nuestra
comunidad.
La
sanción
penalizadora
que
la
justicia
patriarcal
no
ejerce
contra
los
hombres,
debido
a
sus
pactos
patriarcales,
a
nosotras
nos
divide
y
buscamos
ejercer
esa
justicia
patriarcal
con
nuestras
propias
compañeras.
Así,
remasterizamos
linchamientos,
ejecuciones
extrajudiciales
o
juicios
inquisitoriales.
Muchas
mujeres,
producto
de
estos
linchamientos;
excluidas,
lapidadas
o
estigmatizadas,
no
han
vuelto
a
las
filas
del
feminismo.
Como
si
el
hecho
mismo
del
juicio
o
la
sentencia
no
fuera
en
sí
un
acto
de
violencia,
los
juicios
prejuiciados
ocultan
la
necesidad
de
hacernos
cargo
de
las
violencias
vividas
y
ejercidas
individual
o
colectivamente.
Colocar
un
estigma,
o
señalar
a
un
chivo
expiatorio
no
nos
libra
de
la
responsabilidad
que
tenemos
de
analizar
en
qué
momentos,
y
bajo
qué
contextos
y
circunstancias,
todas
hemos
tenido
o
tenemos
ejercicios
de
poder
y
violencia
sobre
otras,
compañeras,
parejas,
amantes,
el
grupo,
las
otras…
Si
queremos
tener
ejercicios
de
justicia
entre
nosotras,
es
necesario
reconocer
y
trabajar
colectivamente
esas
violencias
y
misoginias
internalizadas,
no
solamente
enfocarlo
y
responsabilizarlo
sobre
la
otra,
eso
es
demasiado
fácil.
Las
agresoras
deben
reconocer
sus
actos,
los
que
son
inaceptables
e
intolerables.
Luego,
como
colectividad
feminista,
tendríamos
que
responsabilizamos
colectivamente
de
cada
uno
de
nuestros
actos
de
violencia,
para
construir
ámbitos
de
libertad
que
no
estén
vinculados
a
posesión
o
propiedad
sobre
la
otra,
ni
al
ejercicio
de
la
violencia
sobre
la
vecina,
o
la
pareja,
de
pensar
un
ejercicio
de
justicia
colectiva
por
la
no
repetición,
y
evitar
el
destierro
o
confinamiento
de
la
otra.
Obviamente,
las
estrategias
de
la
colectividad
feminista
deben
saber
diferenciar
entre
la
mujer
que
infringió
el
daño
de
la
que
fue
dañada.
La
agredida
tiene
que
encontrar
condiciones
de
reparación
en
la
colectividad:
escucha,
reconocimiento
y
apoyo;
mientras
que,
quien
agredió,
tiene
que
asumir
la
responsabilidad
de
sus
actos,
con
el
énfasis
puesto
en
la
no
repetición,
y
no
desde
el
castigo;
por
supuesto,
la
colectividad
también
puede
hacer
un
soporte
de
escucha
y
reflexión
con
quien
infringió
el
daño
para
que
la
no
repetición
sea
consciente
y
enriquecedora
para
todas.
En
este
sentido,
es
importante
que
la
colectividad
reconozca
públicamente
el
hecho
violento,
escuche
a
su
autora,
abra
un
espacio
colectivo
de
sanación
de
nuestras
violencias
internalizadas
para
poder
desarticularlas
entre
todas;
sólo
de
manera
colectiva
será
posible
hacer
realidad
la
no
repetición
de
cualquier
manifestación
de
violencia
en
su
seno.
Vale
la
pena
cuestionarnos
¿Por
qué
el
lugar
de
enunciación
de
los
pronunciamientos,
ejecuciones
y
tribunales
son
desde
la
superioridad
o
jerarquías
etarias,
raciales,
geopolíticas,
etc.?
Si
consideramos
que
todas
hemos
recibido
y
ejercido
violencia,
¿por
qué
sólo
las
acusadas
deben
ser
excluidas
de
la
comunidad
cuando
según
las
lógicas
del
ejercicio
de
la
violencia,
pública
o
soterrada,
todas
tendríamos
que
estar
excluidas?
Pero
ese
no
es
el
objetivo.
El
asunto
es
hacernos
cargo
cada
quién
y
en
colectivo,
justamente
para
romper
el
individualismo
capitalista,
de
nuestras
propias
carencias,
debilidades,
rencores,
envidias,
odios,
fobias,
misoginias,
celos,
actos
de
exclusión,
protagonismos,
pionerismos
y
todo
tipo
de
violencias;
hacernos
cargo
de
la
forma
en
que
este
sistema
patriarcal
nos
atraviesa
y
la
forma
en
que
respondemos
como
vigilantes
y
castigadoras,
es
decir,
con
las
mismas
herramientas
del
amo,
en
contra
de
nuestra
propia
comunidad.
El
triunfo
de
la
masculinidad
a
lo
largo
de
la
historia
ha
sido
posible
justamente,
por
el
enfrentamiento
y
la
división
de
las
propias
mujeres.
No
se
trata
de
un
mujerismo,
sino
de
sanar
las
heridas
que
la
violencia
patriarcal
ha
marcado
en
nuestras
historias
y
nos
hace
ver
a
nuestra
igual
como
enemiga;
se
trata
de
buscar
la
fuerza
colectiva
para
encontrar
otras
formas
de
justicia
que
nos
reparen,
nos
sanen,
así
como
de
ser
conscientes
de
nuestras
debilidades
y
diferencias,
para
potenciar
nuestras
fortalezas.